En la tercera entrega de la serie periodística sobre la impunidad en los
crímenes LGBTI en Honduras publicamos la historia de la familia Rivera Carías,
asesinada en una masacre en Chamelecón
La familia Rivera Carías residía en el peligroso distrito de Chamelecón, al sur de San Pedro Sula, Honduras. |
Las muertes empezaron con la
desaparición de Celma.
A Celma
Argentina Rivera Carías, 34 años, vecina del peligroso sector de Chamelecón, en
San Pedro Sula, la raptaron el lunes 30 de septiembre de 2013, poco después del
mediodía. Sus familiares pasaron el resto del día preguntando en los sitios adonde
los hondureños van cuando desaparecen sus parientes: la policía y la morgue,
pero no dieron con ella.
Los
problemas no terminaron con el secuestro de Celma.
El día
siguiente, martes primero de octubre, entre las 12:00 pm y la 1:00 am, varios
hombres entraron en la escuela que servía también como hogar de los hermanos de
Celma y mataron a cinco personas. En la masacre murieron a balazos sus tres
hermanos, David Edgardo, Delmi Rosaura y Helen Aracely. Los asesinos también
mataron a la compañera sentimental de Celma, Carmen Valdivieso López. La última
en morir fue la pequeña hija, de apenas cinco años, de Helen.
Solo tuvieron
que pasar unas cuantas horas para que asesinaran a cinco personas de una misma
familia y a la compañera de Celma, pero muchas cosas más sucedieron en los días
antes de los crímenes para que el infortunio acabara destruyendo el hogar
sampedrano de los Rivera Carías.
Por desgracia,
ya no tiene nada de raro o asombroso que la muerte se pasee a diario por las
ciudades hondureñas. Los datos más recientes sobre la violencia en Honduras
siguen siendo preocupantes, aunque el Gobierno asegura que ha habido una baja
notable en los hechos criminales. Según las cifras oficiales, de enero a
octubre de 2017 hubo 3,209 personas muertas violentamente en territorio
hondureño. Las mismas cifras señalan que la cantidad de víctimas mortales se
redujo 26.3% en comparación con 2016.
Morir
violentamente se ha vuelto un lugar común: las familias sampedranas consumen
noticias empapadas en sangre mientras desayunan o almuerzan frente al
televisor. No es posible meditar demasiado tiempo en los aterradores detalles
de un asesinato porque, en cuestión de minutos, otro crimen y, en muchas
ocasiones, una nueva masacre lo desplazan de las notas de sucesos de los
diarios, los noticieros sensacionalistas y, ahora, los reportes en las redes
sociales.
Los miembros de
la familia Rivera Carías no podían, sin embargo, darse el lujo de permanecer
insensibles porque dos factores la distinguían de otras familias sampedranas: vivían
en una zona dominada por pandillas y, además, Edgardo y Celma pertenecían a la
comunidad de diversidad sexual: él era gay y ella, lesbiana. El miedo a la
violencia y a los prejuicios estaba incrustado en el tejido de sus vidas.
La desgracia y
el horror tienen su historia y se nos vienen encima por caminos a veces inesperados.
La tragedia de los Rivera Carías comenzó mucho antes de la tarde del 30 de
septiembre y la madrugada del 1 de octubre. Ya había señales de que algo malo
podía ocurrir y Celma las conocía de primera mano; no podía salir a la calle
sin dejar de escuchar a su paso los murmullos del desprecio injustificado:
“allá va la machorra”, “ahí está la macho”. A ella, trigueña, de pelo rizado,
jovial y “un tanto masculina”, según gente que la conoció, no parecían importarle
los comentarios de los promotores del odio.
El día del
rapto parecía otro lunes común y corriente.
Celma y Carmen
se levantaron, desayunaron y prepararon la comida para su hijo adoptado, de 11 años
de edad. La madre del niño era Daisy, hermana de Celma, pero Daisy había muerto
cinco años antes y ahora era Celma quien se hacía cargo del niño. Comieron sin
prisas, haciendo las bromas y los comentarios de toda pareja feliz. Tanto era
el amor de Celma que había partido a Estados Unidos, años atrás, para trabajar allá
y mandar a traer a Carmen y a su pequeño. La migra le
cortó de cuajo los sueños al deportarla.
Vivían sin
sentir vergüenza, se abrazaban, se llamaban “mi amorcito” en público. Carmen le
decía “papi” a la mujer que amaba.
Era una vida
casi perfecta en un mundo imperfecto.
Era una mañana hermosa
en el distrito de Chamelecón, situado al sur de San Pedro Sula, en las orillas del
río que lleva su mismo nombre y cerca de las montañas de la cordillera de El
Merendón. La zona abarca varias colonias: la Sabillón Cruz, la Morales, la
Ebenezer, la San Isidro, la 15 de Septiembre y la Santa Ana son solo algunas de
ellas. La casa de Celma estaba en la 10 de Septiembre.
Chamelecón es un distrito al sur de San Pedro Sula conocido por su alta tasa criminal. |
Vista desde el
aire, Chamelecón es una zona pintoresca, cubierta de árboles, escudada por
cerros verdes y recorrida de punta a punta por las aguas achocolatadas del río.
Al nivel de sus calles irregulares, en su mayoría de tierra o, en el mejor de
los casos, cubiertas de balasto o balastre,
como aquí lo llaman, la historia cambia: es una historia hecha, desde hace casi
veinte años, de terror y muerte. La extorsión y el crimen se han tomado esta
zona, convirtiéndola en tierra inhóspita. Las bandas delictivas han hecho de
Chamelecón su territorio y exigen un pago por su condición de dueños
autoimpuestos. Los negocios que deciden permanecer abiertos en la zona se
resignan a pagar; los que se resisten a hacerlo deben retribuir de otra manera:
con la vida, si es necesario. En este microcosmos se cumple la ley del más
fuerte.
Carmen, Celma y
su hijo llevaban viviendo varios años en medio del peligro constante, en la
casa que también servía como centro de trabajo de Celma. La vivienda estaba a
unas cuadras de la escuela donde vivían sus hermanos. Ahí mismo había instalado
un taller de bicicletas, al que no se había tomado la molestia de ponerle
nombre. Adultos y niños llegaban de los vecindarios cercanos con sus baikas para que Celma les reparara
cadenas y frenos y les parchara los neumáticos.
Celma había obtenido
el amor de Carmen yendo a acompañarla a las reuniones de su iglesia. Carmen
había estado casada y tenía un hijo de 17 años, pero Celma se las arregló para conquistarla.
Se complementaban. Carmen era frágil y femenina; Celma era comprensiva, pero de
carácter fuerte.
Celma se vistió
con la ropa que más le gustaba: camisa de botones y jeans. Ella era, de cierto
modo, el hombre de la casa. Jamás se ponía las faldas que, por ejemplo, sí
vestía Carmen.
Ese día, Celma tenía
que salir más tarde a la bodega que estaba a unas cuadras de donde vivía para
comprar dulces, galletas y los pequeños paquetes de frituras que los
sampedranos llaman, genéricamente, churros, porque la casa no solo se mantenía
con los ingresos del taller de baikas.
Celma vendía golosinas en el jardín de niños y escuela Mi Segundo Hogar,
propiedad de su familia. Carmen también trabajaba esporádicamente en la
escuela. En ocasiones había ayudado a la finada doña Tomasa, madre de los
Rivera Carías, a organizar las actividades y clases de los alumnos.
Celma estuvo
haciendo labores en la casa hasta después del mediodía. Se despidió de Carmen y
su hijo y salió a encontrarse con su destino.
Las calles no
estaban desoladas. A pesar del ambiente opresivo de Chamelecón, nadie se
encierra permanentemente. Prefieren llevar una vida lo más normal posible. Además,
en este distrito, la Municipalidad, las organizaciones sociales, las Iglesias y
los organismos internacionales trabajan en conjunto para prevenir la violencia
a través de la educación y el acceso al trabajo para las personas más jóvenes. En
las calles de tierra por las que Celma se dirigía a la bodega había niños
jugando pelota, gente en bicicleta o a pie, uno que otro carro, algún camión
repartidor de mercadería. La zona es como un pueblo: a su paso, Celma iba
escuchando el canto de los gallos.
En Chamelecón,
no es raro oír tiros a cualquier hora, de noche o de día. La calma, ese día,
era engañosa.
Celma no pudo
llegar a la bodega. A medio camino se le cruzó un carro, varios tipos se
bajaron y la obligaron a subirse a golpes y empujones.
Esa fue la
última vez que sus vecinos la vieron con vida.
Después de las dos de la tarde de
ese día, la actividad en la escuela Mi Segundo Hogar se volvió frenética. La
noticia del rapto no tardó en llegar a oídos de los familiares de Celma. Lo que
parecía un lunes cualquiera, soleado y tranquilo, se volvió de golpe sombrío y
se hinchó de malos augurios.
En la escuela,
que también servía como hogar de los miembros de la familia Rivera Carías, la primera
en levantarse fue Helen, 42 años, para preparar su desayuno y el de su hija de
cinco años. Las dos tenían su propio cuarto, en el que dormían a gusto, aunque
en esos días estaban reparándole el techo; faltaban un par de láminas por las
que se colaban el aire y el agua, pero, por suerte, no estaban en días
lluviosos.
En otro cuarto,
donde había vivido en vida doña Tomasa con sus nietos, ya solo estaba ocupado
por los niños y Delmi.
Quien acostumbraba
levantarse más tarde que todos era Edgardo, de 31 años. Ocupaba el tercer y
último cuarto de la casa y le gustaba desvelarse escuchando música o terminando
algún trabajo pendiente en el cuarto que le tocaba a él solo. Entre semana, no
lo sacaban de la cama ni siquiera las voces de los pequeños alumnos de Mi
Segundo Hogar mientras, en la sala, la cocina y el porche pintados de verde
oscuro y verde claro, cantaban canciones de buenos días bajo la supervisión de
Helen, quien había pasado a ocupar el puesto de directora del jardín de niños y
escuela después de la muerte de Tomasa Carías.
Edgardo,
trigueño, de ojos cafés y 1.72 metros de estatura, se ganaba la vida reparando
celulares y era gay, como su hermana Celma, pero, al contrario de ella,
prefería mantenerse, como acostumbran decir los sampedranos, de bajo perfil. No daba muestras de sus
preferencias en público. La sociedad hondureña es mayormente cerrada y
machista, y quienes tienen gustos sexuales fuera de lo socialmente aceptado
tienen que lidiar a diario con el rechazo y la incomprensión.
Edgardo Rivera Carías, asesinado en la masacre del 1 de octubre de 2013 en Chamelecón, San Pedro Sula. |
Edgardo, a lo
mejor por precaución y por haber escuchado los comentarios sobre su hermana
mayor, había decidido que la discreción era lo más conveniente en su caso. La
familia Rivera Carías, sin embargo, conocía perfectamente cuál era su
orientación sexual. Y no solo ellos: muchos de sus conocidos y vecinos también
lo sabían, aunque nadie lo mencionaba abiertamente. Había una especie de pacto
de silencio y temor que le permitía a Edgardo evadir muchos de los problemas
que tienen quienes deciden mostrarse tal como son demasiado abiertamente.
Durante la
mañana de ese día, los Rivera Carías hicieron las cosas normales que hace
cualquier familia: desayunaron, platicaron, Helen preparó comida y las
actividades del día en la escuela, los demás sobrinos jugaron con la hija de
Helen, Edgardo envió y recibió mensajes, trabajó un poco y descansó un poco
más.
A la hora del
almuerzo, las cosas siguieron su curso normal.
Si estaban
ocurriendo cosas malas, era en un sitio lejos de la colonia 10 de Septiembre.
Después del
mediodía, cuando hacían la digestión y seguían concentrados en sus asuntos, les
dieron la noticia.
¿Cómo? ¿Celma,
raptada? ¿Cuándo? ¿Dónde?
Cuando raptan a
alguien en cualquier lugar del mundo, lo primero que se siente es incredulidad:
¿Será cierto? La alarma tarda un poco en propagarse y eso fue más o menos lo
que les pasó a los Rivera Carías. Se vieron uno a otro, como buscando en sus
rostros y ojos una explicación. No hallaron nada: exactamente lo mismo que
hallarían al preguntarles a los policías, poco después.
Cuando el
pánico ocupó el lugar de la duda, Edgardo y Helen, acompañados por Delmi, se
pusieron en movimiento, sin saber qué hacer exactamente. Ir a poner la denuncia
en la posta policial de Chamelecón parecía ser el primer paso lógico.
Pero ¿ir a la
policía?
No cualquiera
se atreve a denunciar delitos en Honduras y, si se atreve, lo hace con la duda
de que alguien tratará de solucionar el problema. Denunciar un delito en
Honduras es, señala un informe de la Unah publicado en 2016, “un tema
pendiente”: solo tres de cada 10 víctimas de un delito lo denuncian. La mayoría
de quienes no ponen denuncias lo hacen, según el reporte, porque no creen que
las autoridades son eficaces; es menor la cantidad de personas que no ponen
denuncias por miedo a represalias.
Pregúntenle a
cualquier sampedrano si quiere ir a buscar a la policía para que le resuelvan
algo y, en muchos casos, seguramente les dirá que prefiere no hacerlo, que le van
a dar evasivas, que los policías están asociados con delincuentes, que nadie
averiguará nada. Y, aunque piensan de ese modo, algunos sí denuncian los
delitos en las postas en Chamelecón y en muchos otros sectores de San Pedro
Sula. Como dice la gente de acá: no les queda de otra.
Y eso fue lo
que hicieron los Rivera Carías. Fueron a la posta de Chamelecón a denunciar el
secuestro de Celma. Llamaron a gente que vio el rapto y en la posta dieron
datos, descripciones, se quejaron y rogaron, y los agentes prometieron
movilizarse para buscar a Celma.
A lo mejor,
pensaron sus hermanos, los secuestradores la habían llevado a algún sitio,
quizá incluso dentro del propio Chamelecón, para mantenerla cautiva, esperando
quién sabe qué. ¿Acaso para pedir un rescate? Era una idea extraña. Los Rivera
Carías no eran gente de dinero. La idea era horrible, pero, al menos, les daba
el consuelo de saber que Celma tal vez seguía viva.
Siguieron
preguntando, llamando gente, amigos, conocidos. Llamaron, incluso, a una
abogada especializada en casos de diversidad sexual, pero ella estaba de luto
por la muerte de un pariente cercano suyo y, de todos modos, era obligatorio
esperar 24 horas después de la desaparición para ordenar que actuaran las
autoridades.
Después del
pánico llegó la angustia. Fueron horas de retorcerse las manos, agarrarse la
cabeza, jalarse el pelo. Las mujeres de la casa lloraron.
Ya era de
noche.
A los hermanos Rivera Carías los
mataron antes de que pudieran resignarse. Después de la angustia, cuando todo
parece perdido, la gente suele resignarse, pero a ellos no les dieron tiempo.
Esa noche de lunes,
solo los niños, que no entendían lo que estaba pasando, pudieron dormir. Delmi,
Edgardo y Carmen estaban en la sala que también servía como aula, esperando
algo, lo que fuera.
Pero llegó lo
que menos esperaban.
A las doce y
pico del día siguiente, primero de octubre, uno de los sobrevivientes,
escondido en el clóset de uno de los cuartos de la escuela Mi Segundo Hogar,
hizo una llamada telefónica: “¡Están haciendo tiros!”, susurró con la garganta
hecha un nudo. Hizo una pausa y agregó: “¡Los están matando a todos!”.
A los tres hermanos Rivera
Carías, a Carmen y a Daniela los mataron por dos errores. El primero fue denunciar
el rapto en la posta policial de Chamelecón. El otro fue peor que el primero: Delmi
Rosaura fue a cierta hora de la tarde del lunes a una casa ocupada por miembros
de la temida pandilla 18 y les reclamó por el rapto de Celma. Delmi era una
mujer explosiva y ese día no pudo con la mezcla de indignación, incertidumbre y
miedo que la hacía temblar. Las cosas no podían quedarse así, pensó ella. Lo
malo fue que lo mismo, exactamente, pensaron sus enemigos.
"Tierra de bendición": una calle del distrito de Chamelecón, en San Pedro Sula. |
Lo que hizo
Delmi desencadenó la tragedia que causó la muerte de cinco personas y alteró el
curso de la vida de los sobrevivientes.
Entre la una y
las dos de la madrugada del día siguiente, martes primero de octubre, el calor,
como casi siempre en San Pedro Sula, comenzaba apenas a reducirse cuando tres hombres
jóvenes atravesaron el portón abierto de la escuela, apagaron las luces del
porche que también servía de aula y le dijeron a Edgardo, Carmen y Delmi que
los perseguía la policía. Quién para imaginarse que los tipos iban armados con
pistolas y que en la calle y en las esquinas cercanas había otros hombres
vigilando en espera de cualquier motivo de alerta para dar la señal a los de dentro.
Entraron en
tromba y sacaron las pistolas. Edgardo estaba descalzo y llevaba puestos jeans
y una camiseta oscura. Los tipos lo sacaron al porche a tirones y lo apoyaron
contra el marco de la puerta y le perforaron la sien de un balazo. Edgardo se
deslizó contra el marco y cayó al suelo de costado. Sobre el dintel de la
entrada todavía estaba pegado el rótulo Feliz
Día del Padre en letras brillantes, rodeado de flores y tallos de papel de
colores.
Después, el
turno mortal fue de Delmi, que había visto, en la peor de sus pesadillas, cómo
acababan con la vida de su hermano. “Ah, también venimos por vos”, dijo uno de
los asesinos. La golpearon con las cachas de las pistolas y, cuando hubo caído
al suelo, le dispararon al menos diez veces hasta matarla.
Uno de los
jóvenes le puso la pistola en la cabeza al hijo autista de Delmi y se preparaba
para apretar el gatillo cuando otro le ordenó detenerse. “A ese no”, dijo.
La siguiente
fue Carmen Valdivieso. Carmen estaba sentada en el suelo, petrificada por el
terror. “También venimos por vos”, le dijo uno de los asesinos. Se acercó a
ella, le puso el cañón de la pistola cerca del ojo (“acá te voy a dar”) y
apretó el gatillo. Los ojos de Carmen se le salieron de las órbitas. Se
derrumbó al suelo de losas claras, ya sin vida.
A los hombres
no les costó dar con más víctimas. Atravesaron la sala y en un cuarto al fondo
hallaron a Helen y a su hija, que en ese momento aún dormía a pesar de los
tiros. “Dios mío, sálvanos”, pidió Helen. Su asesino no dijo nada mientras la
mataba a balazos. El ruido, esta vez, sí despertó a la niña. Nunca supo qué
estaba sucediendo. Un tiro a quemarropa en la cabeza se lo impidió.
Días después de la masacre, la
policía de investigación sampedrana arrestó a ocho supuestos implicados.
Los sobrevivientes
de la matanza huyeron a Estados Unidos.
La escuela
quedó abandonada y está cada vez más deteriorada.
Tres días
después de la masacre, el 4 de octubre, hallaron el cadáver de Celma en las
cañeras de la colonia Ebenezer, cerca del estadio Olímpico. La habían torturado
y decapitado.
En enero de
este año comenzará el juicio oral y público contra Héctor José Díaz Escobar,
miembro de la pandilla 18 y uno de los vinculados con la masacre en Mi Segundo
Hogar.
La masacre en
la escuela y la muerte de Celma no han podido ser enlazadas por la Fiscalía.
Han pasado
cinco años desde la muerte de Celma. Su asesinato continúa impune.
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